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Si la fe es lo más sagrado del mundo, ¿por qué no todos aman a Dios?

Si todos los que pueden ver y escuchar en el mundo fueron creados por Dios, entonces ¿por qué no pueden ver o escuchar a Dios?.

Si todos los animales son buenos, entonces ¿por qué los seres humanos los lastiman?

Si nacimos para vivir a plenitud, ¿por qué nos destruimos los unos a los otros?

Son solo cuatro sencillas interrogantes que el ser humano puede hacerse en tan solo un minuto del día, pero que no le alcanza su vida completa para obtener una sola respuesta válida del por qué realiza su mal accionar en el mundo.

El ser humano fue diseñado a imagen y semejanza de un ser divino llamado Dios, pero que al parecer en el proceso tuvo desperfectos que no lograron que llegase siquiera a ser la sombra de los pies de su creador.

La irracionalidad perpetua del ser humano no tiene límite alguno, pues basta con ver cómo tratan a sus hijos, familiares y demás semejantes, sin importarle en lo más mínimo qué piense Dios de su accionar.

Sin embargo, en el  momento más agobiante, asfixiante, y eminente peligro de su propia existencia, estos recurren a la plegaria milagrosa para clamarle al que en todo momento ignoraban, creyendo que en ese instante son conversos en la pura fe.

El ser humano es estúpido por naturaleza, arrogante y prepotente por convicción, pero se vuelve converso al borde del abismo por culpa del miedo, ese sentimiento que los doblega y los hace dóciles ante la vida que es amenazada.

Pero ojo, una vez salvo, este retoma su víl ideología de sentirse superior ante el que cree que puede aplastar.

La vida en su devenir le muestra al ser humano, que puede recapacitar a tiempo en el transcurso de su existencia, antes que este pueda preguntarse en su lecho de muerte, exhalando una última bocanada de aire ¿Por qué me abandonas Dios mio?.

Y aunque usted no lo crea, lo más irónico de la vida, es que esta es una de esas preguntas que el ser humano se hace y que muy difícilmente pueda escuchar una respuesta.